martes, 14 de junio de 2011

“Su hija tenía un arma mucho más peligrosa que cualquier otra, las ideas”

La abuela Mirtha Acuña relató el secuestro de su hija Ana María Baravalle con cinco meses de embarazo, y de su yerno Julio César Galizzi, ocurrido el 27 de agosto de 1976. El operativo tuvo lugar en el domicilio de Ana María y Julio César, en el partido bonaerense de San Martín, y fue llevado a cabo por personas fuertemente armadas y con uniformes que irrumpieron a los disparos, saquearon la casa y se los llevaron sin decir nada.



Ese día, precisamente, la familia se había reunido a celebrar que el obstetra que atendía a Ana María la había felicitado porque “para ser primeriza su embarazo iba muy bien”, tal como contó Mirtha.



Ana María estudiaba sociología, trabajaba en el Ministerio de Hacienda y realizaba trabajo social. “Solía levantarse muy temprano a llevarle comida a la gente que estaba en la calle y decía que no quería que el pueblo se sometiera si no que se integrara”.



Mirtha dijo que hasta ese momento creía en las leyes, tan es así que inició el mismo recorrido que siguieron centenares de Madres y Abuelas. Primero presentó la denuncia ante la Justicia sin obtener respuesta, luego dos hábeas corpus, uno por su hija y su yerno y el otro por su nieto nacido en cautiverio, firmados por ella y por su esposo ya que los abogados se abstenían de firmarlos para no poner en riesgo su seguridad.



Mirtha supo entonces que no contaba con nadie, que lo único que tenía eran sus sentimientos de dolor, angustia, impotencia, pero no sólo eso: también tenía ese espíritu de lucha y perseverancia que caracterizaba a su hija Ana María.



“Hemos vivido la corrupción de los jueces y la indiferencia de la iglesia católica”. Mirtha relató su visita al monseñor Adolfo Servando Tortolo, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina y vicario de las fuerzas armadas, para que intercediera por sus seres queridos frente a las autoridades de la dictadura. En esos días Mirtha había tomado conocimiento de los tormentos a los que eran sometidas las jóvenes secuestradas. “Lo de las torturas no me consta”, fue la escueta contestación del sacerdote.



“Realizamos una cantidad enorme de actividades para buscar ayuda e investigar, viajamos a las provincias y a otros países, nos reuníamos en lugares públicos para celebrar los cumpleaños imaginarios de nuestros nietos y nietas y de esta forma intercambiamos información, varias veces fuimos atacadas y reprimidas”.



Un día tuvo la oportunidad de hablar con un teniente coronel en Campo de Mayo y le dijo: “Siempre le habíamos enseñado a nuestros hijos que los militares estaban para protegernos, por eso nunca tuvimos un arma, ¿por qué entonces se llevaron a mi hija?”. El militar le respondió: “Su hija tenía un arma mucho más peligrosa que cualquier otra, las ideas”.

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