miércoles, 10 de agosto de 2011

Las huellas de los partos

Por Alejandra Dandán (Página/12)


Nélida Elena Balaris tenía los ojos llenos de lágrimas. A esa altura, había recorrido casi a tientas buena parte del Hospital Militar de Campo de Mayo, la antigua maternidad, la zona del quirófano donde alguna vez atendió en su rol de enfermera el parto de una secuestrada y ahora estaba entrando en la última etapa, el sector de lo que funcionó como cárcel de encausados, otro centro clandestino, ubicado a seis kilómetros del hospital, dentro del mismo predio del Ejército. Ante la mirada de los jueces del Tribunal Oral Federal 6 y una comitiva de fiscales, querellantes y defensores, avanzó hasta la enfermería de la vieja cárcel, recorrió el pasillo principal, vio las puertas, unas detrás de otras, de pequeños boxes cerrados y finalmente llegó hasta el mismo espacio donde alguna vez, hace más de treinta años, atendió de urgencia el parto de otra prisionera, haciéndose fuerte porque un cordón de soldados no querían dejarla sola. Nélida entró y salió enseguida de ese lugar. “La angustia que yo siento en ese momento –explicó–, no la siente ninguno de ustedes.”



Nélida había llegado al Hospital Militar temprano, antes que los integrantes del tribunal encabezado por María del Carmen Roqueta, que se desplazaba de Retiro al interior de la guarnición militar de Campo de Mayo para llevar adelante un reconocimiento en el lugar en el que funcionó una de las maternidades clandestinas de la dictadura. Nélida no volvía ahí desde hacía años. Había declarado ante la Conadep y luego en cada uno de los juicios, en una suerte de peregrinación que siente que no termina. “A mí me habían dicho que venía acá para atender a soldados, pero me enfrentaron con esto”, dijo en un momento mientras se acomodaba al lado de médicos y enfermeros con quienes también había dejado de verse, y ahora se reunían para entrar al túnel del tiempo.



El reconocimiento empezó por el viejo espacio de la maternidad, un pasillo largo desmantelado después de la dictadura. Luego, las habitaciones preparadas como salas de parto y el quirófano donde pasaron las secuestradas. El fiscal Martín Niklison, los abogados de Abuelas de Plaza de Mayo y las defensas se hacían espacio para avanzar entre pasillos. Escaleras arriba, todos se detuvieron ante un marco casi arrancado de lo que alguien dijo que funcionó como la ventana de la nursery y ahora es un ingreso en ruinas hacia una sala de espera completamente vacía.



“Doctora, acá estaba la maternidad, ginecología y obstetricia”, dijo el director a Roqueta. La caravana avanzó por el pasillo de las habitaciones; Nely reconoció en el fondo una vieja área de cocina y enfrente el acceso a dos pequeñas salas de parto. Se detuvo ahí. Dijo que cuando el hospital cambió el turno de las guardias médicas de nacimientos de pasivas a activas, cambiaron las salas. Que entonces, la sala se instaló más cerca del quirófano que es donde se hicieron las cesáreas, en un período que coincide con el momento del golpe de Estado.



“¿Alguno de ustedes atendió acá algún parto de una detenida?”, preguntó Roqueta. Rosalinda Libertad Salguero dijo que sí. Ella es otra enfermera: “Yo sí –explicó–, pero no me acuerdo dónde, señora”.



Poco más tarde, la comisión entró en la zona del quirófano. Nely atendió ahí el parto de una secuestrada, la habían llamado de urgencia y en una audiencia dijo que aquella mujer tenía el pelo canoso, que no era la primera vez que tenía hijos, que lo que más le llamó la atención fue su completo silencio.



Al cabo de unos minutos, el grupo estaba nuevamente afuera, en una de las calles del interior de hospital. Los jueces caminaron un trecho al lado de Ernesto Petro-cchi, un viejo médico que en el juicio confirmó que las secuestradas embarazadas parecían una “estrella fugaz”, porque entraban y salían del hospital donde les aceleraban el parto con goteo y cesárea. Por ahí también estaba José Soria, uno de los enfermeros. En ese momento, la comitiva descifró entre lo nuevo y lo viejo la estructura casi en ruinas del pabellón de Infectología. Soria buscó uno de los cuartos. Atravesó el piso sin puertas, avanzó hasta una de las ventanas. Y ahí dijo que las ventanas en su época estaban tapiadas, que los cuartos tampoco tenían otro tipo de luz porque los cables estaban eliminados, que las parturientas, entonces, quedaban todo el tiempo a oscuras, excepto cuando ellos, quienes las atendían, entraban en algún momento por la puerta.



“¿Usted dijo que tampoco tenían colchones?”, preguntó Mariano Gaitán, de Abuelas. “Las camas tenían elásticos, tenían un cubre elástico, era lo único que tenían porque no había sábanas ni frazadas, sólo tenían un camisolín blanco.” “Yo habré visto a seis o siete en total”, dijo él. Una vez, vio tres mujeres y un varón, el chico estaba con una herida de bala en las rodillas.



Soria siguió parado en ese lugar en el que años atrás entraba y salía haciendo curaciones o con la comida. Donde encontró una vez sobre la mesa de luz y escrita con migas de pan la palabra “gracias”. Y otra vez encontró migas de pan formando algo parecido a un número de teléfono. “Son cosas que no me lo olvido más”, dijo. “¿Y qué podía hacer yo? Tenía a los guardias respirando atrás mío.” Recordó las dos veces que sacó a secuestradas después del parto. Casi inmediatamente. Primero con una. “Yo la saqué de la mano –dijo–, se las llevaba de la mano porque tenían anteojos oscuros, la llevaba hasta afuera, a la calle, la subí a un Renault 12, ella tenía que subir adelante y a mí me decían que suba en la parte de atrás. Yo tenía que llevarlos hasta la salida de la guarnición, bajaba del coche y volvía.”



El recorrido terminó más tarde en el Campito, el lugar que funcionó como centro clandestino. El coronel que guió la exploración dijo que Campo de Mayo tiene la forma de un trapecio, que hay que entender que ahora, en ese Campito, todos estaban justo en el centro. En las manos, para observar el terreno, el hombre llevaba un mapa dibujado hace muchos años por el sobreviviente Cacho Scarpati.


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